A lo largo de los casi tres milenios de su historia documentada, Mesopotamia estuvo en contacto permanente con civilizaciones contiguas y, en ocasiones, incluso con civilizaciones lejanas. La zona de contacto, ya fuese directo o a través de intermediarios conocidos, se extiende desde el valle del Indo, cruzando y, a veces, incluso sobrepasando los territorios de Irán, Armenia y Anatolia, hasta llegar a la costa del Mediterráneo y a Egipto, comprendiendo asimismo el inmenso litoral de la Península Arábiga (donde posiblemente habitó también alguna civilización, que no podemos sino calificarla como la «Gran Desconocida»).
Naturalmente, tanto la tendencia como la intensidad de estos contactos variaron a lo largo del tiempo, por motivos que no siempre podemos establecer.
Así en general, podemos decir que en esta región intervino, desde los primeros tiempos, una especie de presión osmótica que ejercía un impulso desde oriente hacia occidente. Es bien sabido que las plantas cultivadas y los animales domesticados, así como otras prácticas tecnológicas relacionadas, se desplazaron a través de Mesopotamia desde algún centro lejano de difusión euroasiática, posiblemente próximo al Golfo de Bengala.
Existen indicios inequívocos, ya en época histórica, de contactos comerciales que siguieron rutas marítimas establecidas entre el sur de Mesopotamia (sobre todo, Ur) y aquellas regiones orientales a las que aluden las inscripciones sumerias y las acadias más antiguas con el nombre de Magán y Meluhha. A través de ciertas estaciones intermediarias como la isla de Bahrain (en sumerio y acadio, Telmun) en el Golfo Pérsico, llegaron por mar materias primas importantes, mineral de cobre, marfil y piedras semipreciosas, procedentes de litorales que no podemos identificar, pero que debieron de hallarse cerca de Omán o quizás más lejos.
Un rasgo esencial de la estructura de la sociedad mesopotámica parece haber sido la ausencia de toda estratificación que no estuviese basada en el estatus económico, si hacemos, claro está, caso omiso del estatus único del rey, y excluimos también a la población esclava, que fue siempre escasa y estuvo en todas las épocas en manos privadas. Habrá obviamente que matizar esta afirmación cuando se trate de aquellas regiones y periodos en que son patentes las influencias exteriores.
En ese sentido, es menester hacer una referencia especial a la ausencia de una clase guerrera, la cual suele emerger como consecuencia de conquistas extranjeras. Por otro lado, hay que decir que las articulaciones sociales que puedan evocar el «feudalismo» en la Babilonia de fines del II milenio a. C. atañen exclusivamente a oficiales del rey.
Por último, hay que señalar que ningún estatus particular (salvo posiblemente el que resultaba de la propia asociación a un santuario) separaba a los sacerdotes de los sabios, y que tampoco existían tensiones entre éstos y el mundo laico. (Nos ocuparemos más adelante del tema de la posición del rey, distinguiendo debidamente entre la costumbre babilonia y la costumbre asiria.)
La base económica de la sociedad mesopotámica a lo largo de toda su evolución fue esencialmente agrícola. Las fuentes de ingresos suplementarios procedían del comercio de la lana, el pelo de las cabras y el cuero. Es lícito hablar de producción industrial en el Próximo Oriente antiguo, es decir, hasta la Edad Media islámica, sólo en el ramo del textil y otras actividades afines.
Hay que decir que la producción de tejidos a gran escala en Mesopotamia únicamente se llevó a cabo en los talleres de las grandes organizaciones; las haciendas particulares apenas producían para suplir las necesidades domésticas.
El cultivo de la mayor parte de los cereales y la plantación a gran escala de palmeras datileras se practicó en distintos niveles: en las tierras del templo y el palacio, que bien se explotaban directamente (es decir, que las organizaciones se encargaban directamente de gestionarlas y proveer el personal), bien se arrendaban; en las tierras de particulares, cuya extensión difícilmente podemos evaluar; y también en pequeñas parcelas, en las que el habitante de la ciudad con menos recursos, los nómadas y los pastores obtenían sus pequeñas cosechas. No es posible determinar qué proporción ni qué cantidad de tierras se encontraban en manos de cada uno de estos productores; sin duda, debieron de variar enormemente según las épocas, las regiones y las condiciones del suelo. Las variaciones en el modelo de distribución debieron de tener, por fuerza, efectos determinantes para la economía del país. Conocerlas terminaría desde luego con la eterna discusión de si lo que prevaleció fue el «capitalismo de estado» u otra forma de organización social en la gestión de los grandes latifundios, o bien alguna forma de empresa privada.
Archivo Sonoro